LAS COSAS DE ANTAÑO: UNA COSA FUE VIVIRLO Y OTRA CONTARLO, por José Muñoz Torres

A mediados del siglo pasado la vida en los pueblos era verdaderamente tranquila, excesivamente tranquila, con poco y mal trabajo, con calles sin empedrar, muchas de ellas, -solo en la tierra- que a poco que lloviese eran un «barrizal» inmenso y a poco que hiciese un poco viento era un vendaval de tierra y polvo. En cualquier caso tenía el aliciente del tráfico, que en aquellos años nos parecía un movimiento continuo de coches ( años después supimos lo que era tráfico, sobre todo en semana santa y verano). Diversiones pocas y controladas. Los domingos, poco después de comer, la «carretera», se iba llenando de pandas de chicos y chicas, por separado claro; algunos, recientes novios, iban no con «carabina» (esa acompañante necesaria si se quería salir con el novio), sino con todas las amigas de la novia, y menos mal que, entonces, la diversión tenía poco gasto; era un interminable ir y volver de la plaza de «la ermita» hasta el «pasto» o poco más.

La carretera adoquinada, por otro lado, era un suplicio para las jóvenes que debían andar con mucho cuidado, -nunca mejor dicho-, para no meter el tacón del zapato entre la junta de los adoquines; verdaderamente el paseo sería deseable, – aunque, evidentemente, no había otra cosa-, pero daba poco tiempo para que el chico se fijase en la chica o la chica en el chico. Porque además del adoquinado, tenían que andar con mucho cuidado, fijándose en los demás paseantes, sobre todo los familiares directos, ya que si los veían venir, la advertencia de la chica al chico era terminante: «¡mi padre!, ¡mi tio!» y, automáticamente, el chico se retiraba para que los familiares no los viesen juntos.

Los domingos, por la tarde, las calles del pueblo, menos la «carretera», quedaban desiertas. Las mujeres, terminando de arreglar las casas y, después, recluidas en ellas con alguna amiga íntima o algun familiar. En algunas casas, el domingo que al marido le tocaba reunirse en su casa con sus amigos a «echar» la eterna partida de «truque», a la mujer le tocaba esperar a que terminara, deseando que no hubieran tomado un vaso de «limona» de más, aunque, a veces, el temor no era sólo ese vaso de más sino el «envite» que se llevaba el jamón . Cerca del anochecer, las criadas empezaban a acudir a casa de las amas para ir a por la leche o recoger la cabra que tenían en el «ganao», aunque si ya eran novias no tenían prisa en perder «la vez», asi estaban un poco mas tiempo y además la noche les pillaba de vuelta a la casa y con la oscuridad de la noche algunas caricias se escapaban, que, aunque solo fuese por guardar las apariencias, eran respondidas por algún «manotacillo» de la novia, que más que otra cosa era otra caricia que iba acompañada con un «¡estáte quieto que nos va a ver alguien y para qué queremos mas!».

Los novios formales, esa tarde-noche del domingo, se hacían dueños de las puertas de la casas; ese «hablar en la puerta» se prolongaba un poco más aprovechando que el resto de familia se habían ido al cine, (grandes y pequeños, que en aquellos primeros años de después de la guerra todavía no se había generalizado la calificación moral de las películas: 1(Blanca). Para todos los públicos; 2(Azul).– Jóvenes, de catorce a veintiún años. 3(Rosa).– Mayores, de veintiún años cumplidos en adelante. 3R (Rosa).– Mayores con reparos. 4(Grana). Gravemente peligrosa (En un principio el color asignado a estas pelìculas era el de «rojo», pero por aquellos años el color rojo, -no sólo el color desapareció-, podía ser encarnado, colorado, pero en cine se utilizó un color más contundente: «Grana». Las Acciones Católicas de las diferentes parroquias eran las encargadas de poner en tablones, en la puerta de la ermita, la calificación que ordenaba el SIPE ( Servicio Informátivo de Publicaciones y Espectaculos). De todas maneras el control, llevado a cabo por los «agentes del orden» no era muy estricto, salvo cuanto la película tenía calificación de «Rosa» o «Grana». Las películas de folklóricas: Morena Clara, Nobleza Baturra, Suspiros de España, etc. arrasaban en los cines de «Dolores» o «Adolfito» y a la mañana siguiente, algunos de los que se iban al campo, antes de salir el sol, daban la nota y bien, intentaba imitar las canciones de la película del domingo (Por cierto, a los cines de verano se podía ir con silla propia y así valía un poco menos la entrada. Como decía al principio: ¡Una cosa fue vivirlo y otra contarlo!.

Y llegaba el lunes. Y como decía Serrat en su canción «La noche de San Juan» : «…Y con la resaca a cuestas, vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas...». Y todo empezaba de nuevo. La noche de los gañanes,entrecortada por los piensos a las mulas, en dormivela, recordando el domingo pasado, maldiciendo el día que despertaba, pero aparejando su yunta, mientras, al principio con desgana y luego con más fuerza, desgranaban la última canción que habían oído en el cine: «Yo no quiero flores, dinero ni palmas,/ quiero que me veas llorar mis pesares/ y estar a tu vera cariño del alba/ bebiendome el llanto de tus soleares…/. Y nada mas terminar de aparejar las mulas, da un suspiro hondo, abre la portá, sale a la calle y fuerte, para que nadie se de cuenta, dice «¡Arre, Ingeniera! ¡Arre, Generala!; suspira y, espera con resignación, el próximo domingo.

Siempre que he hablado de mi abuela la he situado en el «poyete»; un lugar de descanso y distracción para ella y un recuerdo para mi, a pesar de los años que van pasando. Pero ella, al igual que otras muchas mujeres, hacía muchos años que no tenía domingos. Hacía muchos años que recordaba, con el alma en vilo pensando en ese novio que había tenido que ir a la guerra de Cuba. Las guerras, las enfermedades,… Pero había un lugar en la casa, que se había convertido en refugio( me imagino que al igual que para ella sería igual para otras muchas abuelas), un refugio para llorar en silencio pero que era su dominio, su centro, en el que ella se desenvolvía, día a día, organizando, echando la lumbre, haciendo la comida,… sin que nadie mas de la familia osase intervenir en su trabajo. Yo oía siempre decir a mi madre que la abuela disfrutaba en «sus dominios» pero era algo más; era una continuación de su vida, dedicada a la misma tarea. Pero ¿cuales y como eran esos dominios? Me estoy refiriendo a la cocina. Desgraciadamente los tiempos eran los que eran y no será muy fácil encontrar fotos de esas cocinas entrañables que, dentro de su pobreza, rezumaban cariño, dedicación y querencia. Eran su vida. No se había levantado mucho después que la gente del campo. Aunque tenía medido el tiempo de su trabajo, después de tantos días, después de tantos años, le gustaba levantarse tranquila. No se cual sería su desayuno. Era de muy poco comer. Asi que con su bata oscura y su mandil de cuadros, se dirigía al hogar de la chimenea a retirar la ceniza que se había hecho del día anterior y la que había detrás de la plancha de hierro que se apoyaba en el fondo de la chimenea y que durante el día tapaba la ceniza que se iba haciendo. Salía al pequeño patiejo, al fondo del cual una destartalada puerta comunicaba con un pequeño corralillo medio cubierto con una tená (cuatro palos que soportaban otros más pequeños a modo de vigas, donde se había ido colocando las gavillas) y con una maña increible que no con fuerza, tiraba de una gavilla y la partía por mitad. La llevaba al fuego y con unos papeles puestos entre medias a los que pegaba fuego prendía la gavilla con el apoyo de un viejo fuelle que todavía cumplia su función. Detrás de ese fuego tapando un poco la plancha de hierro echaba un buen puñado de paja para que no se pasase el fuego enseguida. La verdad es que la cocina estaba llena de puertas: la que daba al sótano, con las paredes recomidas por la arena, la del patiejo, cristalera que era el único lugar por donde podía entrar luz y la que comunicaba con el vestíbulo y el resto de la casa. Por la mañana, sobre todo, la puerta del patio estaba siempre medio abierta por muchas razones, porque no se llenase la cocina de humo y al mismo tiempo tuviese el fuego el suficiente tiro. Pero además es que en el patiejo, con algunas rosal y algún membrillo, estaba el pozo del agua. No era muy profundo aunque de vez en cuando había que hacerle alguna «entrá» para retirar la arena del fondo. El agua no era de muy buena calidad, como casi ninguna del pueblo pero no había otra. Y la tercera razón es que había que limpiar los orinales de toda la noche. A veces se compraba alguna garrafa de agua del Encinar que traía Gaspar en su carro con su cuba. Este agua si era de muy buena calidad pero estar todos los días pendientes de ella era demasiado desacarreo. Frente a la chimenea había un fregadero de cemento al que poco a poco se le iban viendo los alamabres del entramado y debajo de él, tapado con unas cortinillas se guardaban los escasos elementos de limpieza, entre ellos como no un pedazo de moleña. Limpiaba con parsimonia todos los cacharros y los dejaba escurrir, antes de secarlos. Mientras tanto el fuego de las gavillas había ido haciendo brasas y era el momento de echar trozos de cepa que se consumían mas despacio y que además dejaban apoyo para los pucheros que, además, se sujetaban con un tranco semicircular de hierro y para las sartenes de tres patas. Al lado derecho de la cocina había una pequeña alacena en la que se guardaban las tazas y «vedriao» de uso diario y algunos alimentos. pan para picatostes ( no todos los días), alguno dulce ocasional, aceite, vinagre y poco más. Una mesa baja tocinera cubierta con un mantel servía para el almuerzo en los grandes tazones blancos de entonces (todos iguales) y encima de ella unos vasares donde poner los pucheros y ollas. Las sartenes, trébedes y demas «apichusques» de la cocina se apoyaban junto a las paredes de la chimenea o colgaban en clavos que tenían las paredes: tenazas, badil algún gancho el omnipresente fuelle y la eterna escoba para ir remetiendo las cenizas hacia dentro y no se «esparramasen» por toda la cocina. Una silla baja de anea junto al fuego guardaba el lugar donde se sentaba mi abuela. En la pared de la cocina que daba al vestibulo había una banca con un colchon vestido con telas como las de estameña manchega y junto una mesa que durante el día, hasta la hora de comer, era el lugar donde se iban depositando todos los cacharros del día a día. Después de comer, limpia la cocina, la cocina quedaba en silencio y acomodada para una tranquila siesta para el hombre de la casa.

En el patio había un pequeño barranco en el cual se hizo luego años mas tarde un pequeño servicio de esos de tabla donde poder «evacuar» tranquilamente sin que las gallinas y algun que otro gallo pudiera molestarte con la amenaza de un picotazo. En medio del patio con su borcal de cemento y un pequeño armazón que había hecho Casimiro, mas conocido por «soplete». Una no pequeña «portailla» daba a la pequeña plazoleta que aún existe aunque el asfalto que ahora tiene haya cubierto las pequeñas aventuras y sueños de muchos de nosotros.

Quizás algún día, en manos de no se quien, aparezcan fotos de algunas de estas cocinas que son historia, recuerdo y amor de tantos como en ellas hemos vivido y compartido.

Las fotos que siguen pueden darnos una idea pueden darnos una idea.

Mi agradecimiento especial al Blog de Campo de Criptana entredosamores y a su autor Pepe Flores.

En la foto siguiente, la primer sentada a la izquierda, es Dominga Isla, natural de Villarta casada con Amadeo Badat. La foto es anterior a la Guerra Civil..

Jose Muñoz Torres, cronista oficial


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