Perdonad que mi «poyete» sea hoy corto, extrañamente corto,… pero sentimentalmente denso, cargado de recuerdos y símbolos. Si no fuese por la deseada y bendita lluvia, esta noche, por las calles de nuestro pueblo se oirían susurros de gente que siguen a pie, en filas de tradición, de novedad, de fe o de costumbre, el paso de imágenes sencillas. A su lado, cubriendo y acompañando su paso, nazarenos o cofrades, morados, negros o verdes que, cada vez menos numerosos, intentan poner la nota de sacrificio callado y anónimo de una tradición, como todas, heredadas de nuestros mayores. Compartiendo el paso, una banda de música y otra de tambores y cornetas, rompen el silencio de la noche, guardando un turno respetuoso. Hace tiempo un mujer sencilla de este pueblo, cogida a la mano de algún nieto se ponía delante de algún paso, alguno de ellos llevado sobre los hombros, para cantar sus saetas. Saetas que le hubieran gustado oír a Antonio Machado; saetas de sencillez, de amor, de misterio. Era María, así, solamente María. Un villartero de adopción, maestro y músico, -Juan Manuel-, le dedicó una marcha que él compuso: «María la saetera», -o algo parecido, escribo de memoria, insisto, que también es historia aunque sea personal-. Su voz, al final, estaba gastada, rota, de tantos años y seguro que también de tantas privaciones de años difíciles y oscuros. Ángel, un hijo, sigue cantando las saetas de la madre, pero… y ¿después de él?…

Está claro que estoy hablando de días de Semana Santa en Villarta. En Villarta, como en otros muchos pueblos pequeños, son días de una religiosidad no muy fácil de explicar. La iglesia, sobre todo en Jueves Santo, se encuentra desacostumbradamente llena, y a pesar de ello, sorprendentemente, silenciosa. Muchos han sabido transmitir esa fe o esa costumbre producida por un no muy conocido, pero si querido, cumplimiento. Es muy dificil de explicar para alguien que acostumbrado a utilizar documentos tiene que echar mano a la memoria y a los sentimientos, para hablar de historia y tradición de estos días en Villarta.
En un documento del siglo XVIII aparece, entre los bienes inventariados de la iglesia, un «extraordinario Jesús con la cruz a cuestas» que se utilizaba para las procesiones de Semana Santa. Las imágenes de algún valor fueron perdiéndose en esas guerras tan frecuentes y desgraciadas que ocurrieron en España: Guerra de la Independencia, guerras carlistas, guerra incivil, etc. En los años de la postguerra, de religiosidad obligatoria, la vieja iglesia se volvió a llenar de imágenes, alguna Dolorosa que, en los «encuentros» del domingo, cambiaba su ropas negras por algún manto blanco y sencillo. Un gran crucificado que nos dejó recuerdo, durante pocos años, de su grandeza, pues poco después, a influjo de las disposiciones -quizás malentendidas del Concilio Vaticano II-, fue vendido o cambiado, para hacer frente a otras necesidades… Creo que alguien puede tener datos mas concretos que no deberían perderse y que nos pondrían un poco de historia en nuestros recuerdos.

Creyentes o no creyentes todos tenemos recuerdos de nuestras «semanas santas» de hace muchos, aunque no tantos, años. Todo comenzaba con la procesión del Domingo de Ramos, que discurría por la carretera, acompañada de muchas palmas y ramos de oliva, -las pequeñas ramitas de oliva servían para ir doblando sus hojas en varios pliegues correspondiendo cada hoja plegada al rezo de un padrenuestro; las personas mayores la llevaban a sus casas y ahí permanecían durante todo un año hasta el siguiente Domingo de Ramos (» el que no estrena nada pierde brazos y manos»); pasada esta celebración toda la vida oficial del pueblo comenzaba a entristecerse, esperando los días importantes: Jueves Santo y Viernes Santo.
Antes de la construcción de la nueva iglesia para lo cual hubo que destruir la ermita que había sustituido a la primitiva ermita de Nuestra Señora de la Paz, todas las celebraciones litúrgicas se realizaban en la iglesia vieja ( De Santa María o de San Juan Bautista), que entre la humedad de sus muros y la escasa luz que brindaban sus escasas ventanas adptadas a medios arcos , ofrecían un aspecto triste que se acentuaba si al coger agua bendita de la pila que había y existe a la izquierda, levantabas la mirada y te encontrabas con un espeluznante bajorelieve dedicado a las ánimas del purgatorio. En aquellos años que recordamos, anteriores a 1955, los ritos de semana santa tenían un aspecto que luego el Concilio Vaticano II se encargó de ir suavizando. La penumbra y la falta de luz (oficios de tinieblas) eran los elementos fundamentales que se acompañaban con un ocultamiento de todas las imágenes con paños morados que sólo se quitarían a la hora del canto del Gloría en la Vigilia Pascual; el sonido de acompañamiento de las campanillas con que los monaguillos acompañaban ciertas partes de las misas eran sustituidos por el ruido estruendoso, -según el tamaño de la carraca, a veces considerable-, que servía, aún mas para dar un aire de temos a toda la celebración. El hecho de utilizarse el latín y canto gregorio podía llevarnos más claramente a una celebración de difuntos.
Las iglesias se esforzaban por realizar una decoración especial del «monumento» o lugar donde se reservaba el santísimo en la noche de jueves a Viernes Santo. La visita del mismo era practicamente de obligado cumplimiento y en localidades con varias parroquias o iglesias el itinerario de visita a los monumentos era una actividad que no podía dejar de cumplirse. A los chicos de entonces lo que más no impresionaba era el hecho de no poder correr ni saltar porque «se pisaba a Jesús» y los impulsos de nuestra niñez nos animaba a hacerlo solo por el hecho de que estaba prohibido. Algunas personas mayores llevaban al límite, sobre todo mujeres, el hecho de mostrar la pena por la muerte de Jesús, hasta el punto de incluso suprimir algunos aspecto de cuidado corporal como el hecho de peinarse, por ejemplo. Un acto de gran valor emotivo y que era imprescindable que se practicase era «el Sermón de las Siete Palabras» que algunos sacerdotes utilizaban para mostrar sus altas capacidades oratorias. Famoso por sus sermones fue el párroco Don Juan Julián NUñez Almodovar.
Luego llegaba la alegría del Sabado de Gloria en el que a la hora del Gloria se producía un repiqueteo de campanas, desvelamiento de las imágenes y altares y un hecho curioso como era el de recoger piedrecitas pequeñas que después nuestros mayores lanzarían al cielo cuando se aproximaba alguna tormenta. Cada uno de nosotros recordaran aspectos especificos y muy curiosos de nuestras celebraciones antiguas de semana santa. Personalmente he querido hacer algunas indicaciones para dar pie a que otros muchos repasen sus antiguas vivencias y las vaya contando para ilustrar, de algún modo nuestro acerbo cultural. Esperemos darle, en algún momento, un poco más de hitoriedad a este preámbulo de nuestra Semana Santa.
José Muñoz Torres, Cronista Oficial.
Recuerdos son, amigo Pepe, y no tan lejanos como de las cosas que nos hablas tan a menudo, porque somos los de nuestras edades los que los hemos vivido. Recuerdo que de chico, en estos días de Semana Santa, cuando corríamos por la calle y había gente mayor nos reparábamos porque nos llamaban la atención. En una ocasión una de mis vecinas me cortó las ligas de un tirachinas (un «tirador») porque en esos días no se podían tirar chinas y menos hacer «guerrillas», cosa, por entonces, muy frecuente por mi barrio. También has recordado lo del cuadro del purgatorio de orilla de la pila del agua bendita, verdaderamente era llamativo… ¿donde estará?. Al nombrar a «franco» quizás algún joven haya pensado en otra persona… Este hombre, que le gustaba contar sus vivencias de legionario vivía, entre otras cosas,de repartir carbón y sacar retretes de los de antes, de los de la tabla en el basurero. De por entonces tengo oído que cuando, a él y a otro que le acompañaba, les echaban encara que era mucho cobrar cinco duros por hacer aquel trabajo, ellos contestaban «haber aprendío buenos oficios».
Muchas gracias, señor, y, hasta cuando nos mandes tu siguiente «poyete».
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