La abuela Josefa y yo nos sentábamos, tarde tras tarde, en el poyete de casa. Hace aproximadamente sesenta años. La calle había sido empedrada recientemente y los carros que por ella pasaban, al caer la tarde, impedían, con el ruido que sus ruedas encintadas de hierro producían en contacto con los guijarros, oír gran parte de lo que ella me contaba.
Eran años difíciles, aunque yo, entonces, no lo supiera; eran años de silencios, de secretos, de palabras amordazadas, años de saber y tener que saber diferenciar el azul y el rojo, como si el azul del cielo manchego fuese mas importante que el rojo de la sangre, como si ambos colores no formasen parte incuestionable de nuestra vida.
Decía que mi abuela, llena de arrugas, me miraba intensamente. Vestía de negro con un ligero mandil de cuadros grises y negros. Pausadamente, con las manos sobre su regazo, me contaba viejas historias que su abuela, la «tía diablo» -como parece ser que fue llamada por los franceses- le contaba de la guerra de la Independencia.
A veces, su hermano, el tío Diego, tomaba también asiento en el poyete y recordaba otras historias mas recientes que él y mi abuelo habían vivido en la guerra de Cuba. (Por algún lugar, entre mis cosas, debe encontrarse aún la medalla militar que en dicha guerra concedieron a mi abuelo).
Mi abuela murió pronto y el poyete quedó vacío sin ella y sin ella yo no tenía mas remedio que comenzar mi propia historia con otros chicos en la contigua plazoleta donde fuimos guardando nuestros sueños e ilusiones en cada uno de sus rincones; sueños que, poco a poco, la tierra de la plazoleta, la tierra del olvido, fue sepultando.
Pasaron años interminables que ahora nos parecen breves momentos y en ellos, ese maestro que deja huella, ese austero salmantino, don Alberto, que sin pretender definirla nos habló de historia como recuerdos de lo ocurrido; reconocimiento de los errores cometidos y transmisión de lo que vayamos descubriendo o realizando para que nada quede enterrado por el polvo del olvido porque todo, hasta lo mas nimio, puede ser la perfecta explicación de nuestras vidas.
Poco a poco, unos aparatos ruidosos fueron reemplazando -con rentabilidad- a las viejas yuntas de mulas. Las galeras perdieron sus «lanzas» para convertirse en remolques y los gañanes dejaron de dormir en las cuadras y se preparaban para dejar su pueblo, buscando algún lugar, por muy alejado que estuviese, donde poder seguir viviendo o malviviendo de su trabajo.
Unos momentáneamente, otros de forma definitiva fuimos dejando atrás Villarta, sin mas recuerdos que nuestras vivencias familiares y ¡eso sí! con el recuerdo de la Virgen de la Paz y sus fiestas en el corazón.
Algunos volvimos y conocimos a gentes como Juan de Dios, el poeta labriego, que nos volvió a hablar de otras historias de Villarta y junto a él recorrimos nuestras tierras descubriendo parte de nuestra historia…
Los tiempos han pasado, los medios han cambiado y el viejo poyete ya no es lugar para recordar y revivir historias y por eso desde aquí -desde este blog- permitidme que vuelva a ser el viejo poyete desde el que, con cierta asiduidad, hablemos de esas cosas que me comentaron, de aquello que he leido, de eso que solo vosotros sabéis, … de todo aquello que de alguna forma nos hable de Villarta de San Juan, en el antiguo y olvidado Priorato de San Juan.
A mi abuela Josefa, a don Alberto y a Juan de Dios seguro que les hubiese gustado que este poyete/blog fuese concurrido y dilatado.
Seguro que somos muchos los villarteros que estamos ansiosos de sentarnos en ese poyete a escuchar y compartir las historias de nuestro pueblo… nuestra memoria…Gracias por ser nuestra (bis)abuela Josefa, nuestro Don Alberto, nuestro Juan de Dios…
Gracias también a todos esos villarteros que con su labor e iniciativas contribuyen a mantener y recuperar la memoria y raices de nuestro pueblo.
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Yo, como hija y nieta de Villarteros, tengo recuerdos maravillosos de mi infancia veraneando en el pueblo…recuerdo el juego hasta las tantas en la calle mientras los abuelos tomaban la fresca, la ronda de visitas a los familiares que nos sacaban cosas buenisimas para comer y nos daban una pesetilla para engordar nuestra hucha, el miedo de mi hermana a los galgos, el ruido de los cascabeles de las ovejas al pasar por la calle, el tic tac del reloj en el silencio de la siesta obligada…cuantos recuerdos tan entrañables.
Ahora faltan seres queridos y ese pollete ya no es el mismo pero, te agradezco José que nos prestes el tuyo para sentarnos juntos a recordar.
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